Tres hombres jóvenes ocultaron algo en el ataúd de un anciano. Cuando vi lo que era, tenía lágrimas en los ojos...
En Facebook hay cada vez más historias reales publicadas por los usuarios. Esta vez Kay Bryant compartió una historia conmovedora de su conocido, un tendero, y tres niños pobres...
Es lo que escribió Kay:
Estaba en una frutería comprando patatas. Ahí vi a un chiquillo vestido de manera muy pobre pero limpio. Con ansia miraba a la cesta llena de guisantes. Lo entiendo ya que a mí me encantan las patatas y los guisantes. Un dependiente, el señor Miller, le habló al chico.
-Hola Barry, ¿cómo estás?
-Buenos días, señor Miller. Bien, gracias. Sólo quería mirar los guisantes. No están mal.
-Pues claro, ¿y cómo se siente tu madre?
-Mejor.
-No, gracias. Sólo estoy mirando.
-¿Quieres llevar a casa un poco de guisantes, Barry?
-No, gracias de verdad. Es que no tengo dinero.
-Bueno, ¿y tienes algo en cambio?
-Sólo tengo mi mejor canica.
-¿De verdad? ¿Y puedo verla?
-Claro. ¡Es preciosa!
-Sí, ya veo pero sabes... No me gusta el azul. ¿Quizá tengas en casa una roja?
-No es roja del todo pero sí, algo por el estilo.
-Pues tengo una idea. Llévate unos guisantes y cuando estés aquí de nuevo, me darás una canica roja.
-¡Así haré! Gracias, señor Miller.
La esposa del señor Miller estaba a mi lado y me explicó con una sonrisa que este chico y otros dos que vivían cerca, eran de familias muy pobres. A Jim, su marido, le gustaba hacer negocios con estos niños. Les daba manzanas, guisantes, tomates o cualquier otra cosa y a cambio pedía una canica roja. Cuando uno de estos chicos volvía con dicha canica, el tendero decía que en realidad prefería el verde y de nuevo mandaba al chico a casa con una bolsa llena de verduras. Luego decía que ya le apetecía una canica anaranjada... Y de esta manera los niños volvían a su tienda para hacer la compra.
Salió de la tienda con una sonrisa en la boca. El tendero me impresionó. Poco después tuve que mudarme a California pero no olvidé a este hombre extraordinario.
Los años pasaron tan deprisa... Hace pocos días tuve una oportunidad de visitar Idaho y por eso me informaron ahí de algo muy triste: el señor Miller murió. Su funeral fue este fin de semana y por supuesto me fui con mis amigos para despedirnos de este tendero que le caía tan bien a todo el mundo.
Delante nuestra estaban tres hombres jóvenes. Uno llevaba un uniforme militar y los otros dos unos trajes elegantes. Se acercaron a la señora Miller. Por turnos le abrazaron y luego se acercaron al ataúd. Uno por uno dejaron algo en la mano del fallecido.
Finalmente, me acerqué yo junto con la señora Miller. Fue ella quién me dijo que estos tres hombres jóvenes eran los chiquillos de la tienda con cuáles le gustaba a su marido hacer negocios poco comunes. Sus ojos estaban húmedos cuando se fijó en la mano de su esposo. Los chicos pagaron su deuda. Cada uno dio al señor Miller una canica roja. ¿Qué moraleja tiene esta historia? Es fácil: los demás no van a recordar nuestras palabras pero sí nuestros actos. Y un acto pequeño puede cambiar la vida de alguien...